19 de enero

Lo único que podía arruinar un viernes que estuve esperando durante tanto —esta semana se me hizo eterna, sentí arrastrarme hasta el fin de semana a la velocidad de una babosa— era, por supuesto, mi trabajo. O quizás debería decir «el único», y puntualizar en una sola persona, el prestigioso periodista Carlos Delvecchio, eminencia del análisis político de la República Argentina, líder de audiencia, de opinión y de influencia, admirado por el público, respetado por colegas de los medios y por empresarios de todos los rubros, por políticos de centro derecha y de la derecha que hay a la derecha, metódico, neurótico de su trabajo, exigente, exitoso, y, principalmente y como le dije hoy mientras lo tomaba del cuello a las 16:56, «sorete, flor de hijo de mil putas».

Pero para llegar a las 16:56 debieron pasar casi diecisiete horas enteras del día, de las cuales las primeras nueve las dormí, como siempre intermitente, despertándome a hacer pis, o sobresaltado por alguna pesadilla, o girándome para abrazar el vacío de Ana en el colchón y redescubrir que de su lado hace meses que ni siquiera está deshecha la cama. Nada de eso me afectó demasiado, porque tenía todo el viernes por delante, y aunque no hubiera dormido nueve horas completas, el tiempo neto debía de haberse acercado mucho a esa marca. Desayuné y decidí, contra todas mis rutinas, salir a correr al menos media hora. Lo hice a buen ritmo, y solo me detuve porque no quería acorralarme contra el reloj. Llegué a casa, busqué las noticias más destacadas del ámbito político y económico, propuse un par de entrevistados imposibles, a cada uno de los cuales le correspondía un plan B muchísimo más posible —en general, eran los que salían— y lo envié. Agarré la mochila y salí a la radio.

Todo lo malo que pasó después no fue nada nuevo, y al mismo tiempo, fue todo nuevo. Los bombardeos de Carlos por mensajes de WhatsApp, reproches porque tardaba en contestarle, sugerencias que se parecían mucho a exigencias de entrevistados aún más imposibles que los imposibles que yo ya había ofrecido. Era evidente, porque lo leo a la legua, que tenía un pésimo día, y por alguna razón empecé a sentir que no estaba dispuesto a tolerarlo.

Telefoneé a cada uno de los nombres previstos para el programa. Ninguno aceptó, con excusas varias. Descansé en que, una vez más, atenderían los figuretti de siempre, pero tampoco sucedió. Por un motivo u otro, a las 15:47, a trece minutos del comienzo del programa, no tenía ninguna nota para complacer a Carlos y para quedarme tranquilo de que el programa fluiría. No estar dispuesto a tolerar la petulancia del imbécil de Carlos no significaba que la situación no me estresara. Entre las 15:48 y las 15:56 saqué de la galera diecisiete opciones de entrevistados distintos, de los cuales dos, de milagro, aceptaron. Cuando se los propuse, a Carlos no le gustaron. Me dijo, o me gritó, que iba a hacer el programa solo, resoplando un «dejá» que fue, creo a esta hora y con una botella de vino a punto de ser finiquitada, la chispa que encendió la mecha.

—¿Para qué te calentás? —eructó el operador, mientras le erraba a todos los botones, cortaba mal los temas y la cortina, dejaba baches enormes de silencio en el aire del programa y aumentaba, segundo a segundo, la dosis de locura que gestaba el desborde de Carlos, que esta vez, no iba a ser solo suyo.

Intenté enfocarme y hacer mi trabajo. Y mi trabajo consistía en hacerle más fácil el trabajo al conductor, me gustara o no. Consistía en pensar en la gente que lo estaba escuchando y ofrecerle algo interesante, que casi siempre se trata de ofrecerles lo que quieran escuchar, porque nadie quiere que le digan algo contrario a lo que ya piensa o sospecha. Para eso me pagaban. Y para mis jefes —porque Carlos no era mi jefe aunque a él le gustara creer que sí: mi jefe era Luppi, que era bastante más temerario y bastante más poderoso que el idiota de Carlos— mi trabajo consistía en que Carlos no se quejara con ellos, así se podían rascar las pelotas tranquilos y operar desde las sombras sin inconvenientes. Cuando Carlos se quejaba conmigo, no era un problema para ellos. Cuando se quejaba con ellos, sí era un problema para mí. Apreté el botón del talkback, la cucaracha de las radios, para sugerirle al oído una y otra vez ponerle algún llamado al aire. Las veces que no fingía no escucharme, negaba apenas con la cabeza. También me dirigió algunas miradas asesinas. Se tocaba nerviosamente el trabacorbatas que valía un mes de mi trabajo, y se agarraba la frente tenso, estresado.

Aunque le encantaba hablar y estaba enamorado de su propia capacidad para la perorata, en poco más de quince minutos de programa Carlos se quedó sin letra y mandó a la tanda publicitaria. Supongo que la tensión y los nervios le estarían jugando en contra. No tenía dudas de que podía pasarse toda la hora hablando, ni de que ese no iba a ser el peor programa de su vida. Carlos tenía sesenta y se jactaba de hacer periodismo desde los quince, cuando fundó una revista escolar. Bien por él: lo único que yo quería es que se hicieran las 17, recibiera su comentario mordaz de lo flojo que había sido el programa por mi culpa, nos saludáramos con indiferencia y nos despidiéramos, él rumbo a alguna cena millonaria con alguna amante, y yo a la pequeñez de mi dos ambientes alquilado. Después, el fin de semana enfriaría los ánimos y el lunes volveríamos a la misma relación laboral tóxica de todos los días.

Pero no parecía ser ese el destino de este viernes. Carlos pidió al operador volver de la tanda, editorializó sobre alguna noticia política del día y se disculpó con la audiencia, porque «la tenacidad de la producción no ha sido en la jornada de hoy la suficiente como para poder profundizar en este tema con un especialista».

Sentí cómo el cuerpo se me inundaba de rabia. Mi espalda, mis axilas y mi frente empezaron a transpirar de un segundo para el otro. Tragué saliva e intenté contener las lágrimas de impotencia. Me sequé rápido las pocas que fueron más rápidas que yo y se volcaron sobre el teclado. Aunque Delvecchio siguió hablando como si nada, hasta Pablo percibió la tensión en el aire, porque se acomodó en su silla, en la que habitualmente estaba recostado, con los ojos entrecerrados y las manos en el pecho como si estuviera siendo velado. Pocos minutos después, el periodista volvió a mandar a otra tanda publicitaria y salió del estudio.

Para mi suerte, porque temblaba de nervios y estoy seguro de que estaba cursando una crisis de ansiedad, Carlos no se dirigió a mí. Caminó hasta el baño y se acercó a la cafetera del pasillo. Puso una cápsula en la Nespresso y se sirvió el café. Intentó agarrar la taza con un ademán torpe y se la volcó encima.

—¡Puta que los parió! —masculló, como para sí—. Son todos inútiles en esta radio de mierda.

Pablo tuvo que taparse para que el otro no lo viera no largar la carcajada. Buscó mi complicidad, pero yo no registraba el entorno. Todavía temblaba de nervios y ahora sospecho que cursaba una crisis de ansiedad de manual. Lo que acababa de pasar era una metáfora perfecta: era el periodista sacro ejecutando una maniobra tan simple como servirse un café, que le saliera mal y echarle la culpa al otro. Insultó algunas veces más al aire y atravesó la primera de las dos puertas que aíslan el estudio del mundo exterior. Por las cámaras que hay alrededor de la mesa y los micrófonos, lo vimos atravesar la segunda puerta y sentarse para continuar el programa.

Entonces se me ocurrió. Marqué un número de teléfono, saludé al que me atendió y le hablé a Carlos por el talkback.

—Carlos, lo tengo a Mosconi. Puede hablar de lo de paritarias, y el paro de la CGT. ¿Lo querés?

El gesto de Carlos cambió por completo. Como cada vez que tenía una gema entre manos, se frotó la sien, se acomodó en su silla y le hizo el gesto al operador para que le diera aire. Apenas lo saludó, me sonó el teléfono. Pero no pensaba atender a Luppi en ese momento.

Mosconi, otra vez, dejó un tendal de títulos. De pronto, el programa embocó el hito periodístico de la semana, otra vez. Mi teléfono no dejaba de sonar. Carlos Delvecchio estaba extasiado. Entrevistó a Mosconi durante catorce minutos. A las 16:55 le agradeció, me hizo gestos de pulgares para arriba mientras lo despedía y mandó a la última tanda. Mi teléfono seguía sonando.

Esta vez no dejé que Carlos saliera del estudio. Lo intercepté en el medio de las dos puertas que lo conectan con el exterior, en ese pasillo al que no llega el ojo de las cámaras. Cuando nos encontramos frente a frente, Carlos sonrió de oreja a oreja y hasta hizo el ademán de querer darme un abrazo. Ahí fue cuando le tranqué el paso y lo agarré del nudo de la corbata.

—Escuchame sorete, flor de hijo de mil putas. Vos para mí no sos nadie. Si volvés a tratar a alguien de inútil o de vago, te agarro en la calle y te descoso la cara a trompadas, rata de mierda, pusilánime, mediocre.

Carlos tenía el gesto de quien ve un fantasma. Lo solté y se acomodó las arrugas de la camisa. No parpadeaba y respiraba agitado. En un momento pensé que se iba a infartar. Lo que me dio miedo fue que no me importara.

—Volvemos —le dije, antes de salir—. Treinta segundos y cerrás el programa.

Agarré el teléfono que todavía vibraba al lado de mi computadora y apreté el botón rojo para cortar la llamada entrante. Subí hasta la oficina de Luppi. Entré sin golpear. Levantó la vista, con el teléfono en la oreja. Se le transformó el rostro de furia cuando me vio. Abrió la boca para hablar, pero yo lo hice primero:

—Luppi, chupame los dos huevos. ¿Está clarito?

Cerré de un portazo y bajé las escaleras. Saludé a Vanina, la recepcionista, como todos los días, aunque por última vez.

Le mandé un mensaje a Andrés: «¿Sigue en pie la propuesta?». Contestó que sí al instante, como si hubiera estado pendiente de mi chat.

Hace algunos minutos, antes de empezar a escribir todo esto y cuando el vino todavía estaba por la mitad, revisé el perfil de Micaela en Instagram y abrí los mensajes directos. Estuve a punto de preguntarle si hacía algo esta noche. Pero me pareció que ya había cometido demasiados actos de valentía para un solo día.

Jugueteé entre mis dedos con el trabacorbatas de Delvecchio y me pregunté si lo estaría buscando o si ni siquiera había notado que le faltaba.

Deja un comentario