16 de enero

Hace rato que me siento frustrado por mis resultados a la hora de correr. Nunca fui ni maratonista, ni un apasionado del running, como ya expliqué, pero al compararme con los logros personales de otros años me noto en franca decadencia. Hace apenas cuatro años, o poco más, corría a una velocidad de cinco minutos y diez segundos por kilómetro. Creo que fue mi récord. Cualquiera que tenga una mínima noción del tema sabría que no es una marca demasiado destacable, y que entra en el pelotón de los números dignos. Para mí, que entrar al pelotón de los números dignos me había costado años de cambios de hábitos alimenticios y de formas de vida, era poco menos que sentirme Usain Bolt.

Ahora, en el mejor de los casos, rondo los cinco minutos y cuarenta o cincuenta segundos, lo que para cualquiera que no tenga una mínima noción del tema significaría una diferencia ínfima, pero los que saben que cinco minutos diez es una marca relativamente digna saben también que casi seis minutos por vuelta, para un cuerpo como el mío, es poco menos que cuestionable. Aún así, todavía intento salir a correr sin tener en cuenta el tiempo, ni compararme con los demás cuerpos trabajados y atléticos que rondan los parques. La comparación conmigo mismo ya es más que suficiente.

Cuando murió Ana pensé que una de las maneras de evadirme del tiempo podía ser abrazarme a la actividad física. Pero no fue el caso. Ahora, que estoy intentando rencauzar esa idea, me doy lejos de lo lejana que me queda.

Para mejorar mi rendimiento, ayer lunes me propuse no tomar alcohol durante el resto de la semana. Pero hoy fue martes, trabajé, me estresé de manera habitual con la ansiedad de Carlos, olí los eructos de Pablo e insulté las líneas telefónicas que entrecortaban los llamados con los entrevistados. Y, un martes, todo eso es demasiado. Así como expuse mi teoría de que el jueves es el mejor día de la semana, no tengo dudas de que el peor es el martes. Quizás el domingo sea el más triste, el lunes el más pesado, pero el martes… El martes no tiene ni siquiera esa personalidad. El miércoles, al menos, es mitad de semana. El jueves ya se palpita el viernes, que es el más festejado, y el sábado es el día bendito. Pero el martes… El martes no existe.

Así que, a menos de veinticuatro horas de jurarme no tomar alcohol por las próximas noventa y seis, me sirvo un whisky y escribo estos cinco párrafos breves, para cumplir con Geraldine, o conmigo, o con Ana, o quién sabe con quién, y me voy a dormir, que mañana ya es mitad de semana.

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